Mientras intentaba encontrar,
sin éxito, una falda de algodón en unos grandes almacenes en Estados Unidos, ya
que hacía demasiado calor para seguir llevando mi falda marroquí de cuero tan
cómoda y práctica, oí por primera vez que mis caderas no iban a caber en la
talla 38. A continuación viví la desagradable experiencia de comprobar cómo el
estereotipo de belleza vigente en el mundo occidental puede herir
psicológicamente y humillar a una mujer. Tanto, incluso, como la actitud de la
policía pagada por el Estado para imponer el uso del velo, en países con
regímenes extremistas como Irán, Afganistán o Arabia Saudí. En efecto, aquel
día me di de bruces con una de las claves de por qué los occidentales
representan el harén como un recinto poblado de bellezas pasivas.
La elegante señorita del establecimiento me miró de arriba abajo
desde detrás del mostrador y, sin hacer el menor movimiento, sentenció que no
tenía faldas de mi talla.
— ¿Me está usted diciendo que en toda la tienda no hay una falda
para mí? Es una broma, ¿no?
Tenía mis sospechas de que la tipa estaba demasiado cansada y no
tenía ganas de ayudarme. Lo podía entender. Pero no se trataba de eso. Lo que
me dijo no dejaba lugar a discusión. Su comentario condescendiente sonó como
una fatwa pronunciada por un imán:
— ¡Es usted demasiado grande!— dijo.
— ¿Comparada con qué? – repliqué, mirándola con mucha atención,
pues era consciente de hallarme ante una diferencia cultural considerable.
— Pues con la talla treinta y ocho— contestó la señorita.
El tono de su voz era tan cortante como el de quienes imponen
las leyes religiosas—. Lo normal es una talla treinta y seis o treinta y ocho-
prosiguió, en vista de mi mirada de asombro total—. Las tallas grandes, como la
que usted necesita, puede encontrarlas en tiendas especiales.
Era la primera vez que me decían semejante estupidez respecto a
mi talla. [...]
— Y ¿se puede saber quién establece lo que es normal y lo que
no? —pregunté a la dependienta como queriendo recuperar algo de mi seguridad si
ponía a prueba las reglas establecidas. — [...] ¿Y quién ha dicho que todo el
mundo deba tener la talla treinta y ocho? —bromeé, sin mencionar la talla
treinta y seis, que es la que usa mi sobrina de doce años, delgadísima.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire